Barrio Yarur
lunes, 14 de marzo de 2016
sábado, 29 de octubre de 2011
Historia de los Yarur
Tejedores del socialismo: Los trabajadores de Yarur y la vía chilena al Socialismo de Peter Winn es un libro que cuenta la historia desde que los hermanos Yarur llegaron a América. Es muy interesante saber como llegaron a hacer su fortuna y como dieron origen a una de las principales fábricas en nuestro país y a nuestro barrio.
Hay hospitales
Hay hospitales que no sanan, ni con el tiempo, ni con el espacio.
Hay hospitales que no sanan a otros ni se sanan a si mismos.
Viven arrojados como un perro sarnoso gigante,
echado esperando por lustros,
mientras sus orejas sangrientas nadie las lame.
Hay hospitales que no curan ni siquiera al aire que se cuela por entre sus pasillos mohosos,
tampoco curan el agua que gotea a través de sus pisos porosos.
Hay hospitales sin gente,
sin camillas,
sin tubos de oxígeno,
sin enfermos.
Hay hospitales que han nacido y vivido graves,
agónicos, como un niño cianótico que ha envejecido sin darse cuenta.
Hay hospitales que parecen estacionamientos desiertos,
ruinas vivientes en medio del barrio.
Hay hospitales desmantelados por las promesas,
avasallados por plazos incumplidos,
inescrupulosamente en pie.
Hay hospitales que parecen fantasmas,
hay arquitectos que diseñaron un fantasma
y constructores que edificaron un fantasma.
Hay hospitales que en vez de doctores tienen palomas,
que en lugar de murallas tienen aire,
que en lugar de cerámica tienen musgo.
Hay hospitales que nacieron muertos
porque se caerían si la tierra se movía: pero la tierra se ha movido
y son el único muerto en pie que no camina,
pero se nos queda mirando,
sin saber si su cuerpo será devorado por el tiempo o por el desamparo.
Hay hospitales, que dan sombra a sus vecinos, que solo tapan el sol.
Hay hospitales que son grandes monumentos al olvido, al desamparo, al silencio administrativo, a la desidia, a la buropatología.
Hay hospitales,
¡ay hospitales!
(para el hospital de mi barrio en la comuna de Pedro Aguirre Cerda)
Las mujeres de Yarur
La década del 50 teje la historia de tres textileras que viven al ritmo del mambo y el andar de las máquinas. La Fábrica Yarur dejó de existir para abrir paso a Machasa, que también nos ha dejado. Entre cráneos, perfumes y bucaneras, Iris, Yolanda y Aurelia empezaban a vivir su adolescencia al tiempo que comenzaban a trabajar.
Años cincuenta, Santiago. Como el aviso barítono de un barco por zarpar, dos altos cañones de la fábrica avisan el tercer llamado al trabajo. Iris ya salió de su casa en calle Juan Yarur y da golpecitos apresurados de tacón camino a la jornada. Aunque sólo tres cuadras distancian su casa del trabajo, esas tres cuadras las viste como de paseo, maquillados los ojos y las uñas, lista para siete horas de hilar algodón en la más grande textilería de Chile. Yolanda camina por el lado de la fábrica y sus jardines, en calle Centenario, que colinda con las casas de arrugado pizarreño del Zanjón de la Aguada. Por esa calle está la entrada de los operarios. Lleva un vestido de percal y calcetas hasta la mitad de las rodillas.
Ambas tienen dieciséis años.
La Sociedad Textil Yarur está rodeada de rosales: ellos trazan los límites de la fábrica con el resto de la ciudad, con las calles Centenario y Mirador que se convierten en concurridos paseos de los más de cinco mil trabajadores que relevan turnos. Frente a la textilería hay unas fuentes de soda y algunos mugidos de las vacas de la Abastecedora del Ejército que da leche, mantequilla y pan a los soldados. También pasan las micros café con blanco que vienen de San Pablo, la O’Higgins y las liebres a Plaza Egaña.
Iris, Yolanda y el resto de las chiquillas entran a la fábrica y llegan a sus casilleros. Allí se quitan los zapatos -Iris se quita sus tacones apresurados-, se ponen unas chalitas y se visten el delantal verde, grueso, con cuello y manga larga. “Yo lo mandé a arreglar, lo hice como percherita bien acinturaíto”, dice Iris. También se cubren el pelo, lo protegen de los aparatos, no les vaya a ocurrir como a una que perdió el pelo de un tirón de máquina. Una vez uniformes, entran a sus secciones: Iris es hilandera y Yolanda, teladora.
Del Perú viene la familia Yarur, en su primera escala después de un largo viaje desde Belén, Palestina, como Reyes Magos que se hicieron la mirra, el incienso y el oro vendiendo telas en Chile. De Perú viene también el algodón, kilos y kilos de algodón salvaje moteado, lleno de semillas y espinas que Iris tiene que civilizar y convertir en un pabilo, para enviar a los conos con los que trabajan en los telares. Aprovechan el inicio de la jornada para ir a comprar con unas tarjetas de pulpería un desayuno, unos sándwiches tan grandes -dicen- con varias torrejas de jamón y mantequilla a gusto que el apetito no alcanzaba a terminar y se los llevaban a casa. Un muro separa a Iris de Yolanda, y del ruido infernal e incesante como lluvia de clavos de cien telares en funcionamiento. Barullo de telas, de mambo y el perfume de don Amador.
A puros gritos o gesticulaciones. El ruido de las filas de telares trabajando sólo se detienen cuando las teladoras y los técnicos terminan su turno y llega el siguiente. Ni Yolanda ni sus compañeros usan orejeras: con las manos se preguntan de un lado a otro que cómo están ellas y los niños o la radionovela. O también conversan al oído, así se enteran de las farras halitosas que tuvieron los técnicos el domingo. No se oyen los pasos ni la voz del patrón que se acerca. Pero sí su perfume.
Basta con sólo olfatear la presencia volátil de ese perfume francés y Yolanda le pasa el mensaje a sus compañeras: “llegó don Amador”. Amador Yarur se asoma por los telares y camina, recoge unos conos tirados en el suelo, con su pañuelo blanco en el vestón, corbata oscura, rostro afeitado y lentes redondos. Se aproxima a uno de los telares de Yolanda, el de los pañales Bambino. Toca el hilo que avanza hacia el telar y lo frota. “Estaba curioseando”, dice Yolanda, que cuando se voltea a ver tras unos minutos de distracción, se da cuenta de que la máquina ha enloquecido y los pañales parecen de cuadro cubista. Cuando grita por auxilio a uno de los técnicos, no tarda en preguntar quién había sido “el hueón que puso las manos donde no debía”. Cuando Yolanda le responde, sólo le queda taparse la boca y repararla sin refunfuños. De todos modos, don Amador el curioso no oye nada. Es imposible oír algo en ese lugar de teladoras iracundas.
Los lunes y los jueves, durante los cambios de turno cuando las máquinas silencian, el ruido del mambo cruza los enormes salones de trabajo. Los hilos de colores y la mezclilla congelan su ritmo y las textileras van al salón de bienestar, donde una banda de música toca cumbia, rock and roll y mambo, con cantante afro incluido. Se desordenan: mezclan el sudor de la urdimbre con el del sandungueo. Iris no se pierde ni una. Yolanda no suele ir a los bailes: su padre se lo prohíbe. “Esas son mis chiquillas”, grita un inspector a sus inspeccionadas. También hay un cuadrilátero de boxeo y mesas de pin-pon.
Qué rico el mambo y qué rico el descanso. Afuera, el paseo de obreros de un lado a otro, cruzando los jardines y rosales de la fábrica hasta la salida, algunos dirigiéndose a sus casas en la Población Yarur, donde viven dos familias en cada vivienda, arrendatarios de sus patrones, como Yolanda e Iris. El mambo termina. El alistador, un hombre inspector que lleva un gran libraco con los nombres de los trabajadores, revisa quiénes han llegado y a quiénes se les descuenta el sueldo por asistencia, unos siete pesos. Vuelve la melodía textil, el metal pesado de la faena.
Diez años atrás: lealtad al cráneo de los Yarur
Aurelia llegó a la fábrica en los años cuarenta, también a los dieciséis años. Su hermana ya trabajaba allí. Antes de firmar el contrato, tuvo que ir a uno de las salas de la textilería, donde estaban reunidos algunos trabajadores y en su centro, un cráneo yacía sobre una mesa rodeada de velas. Allí tuvo que jurar lealtad a los Yarur, a esa dinastía proveniente de tierras lejanas. Puso su mano derecha en posición de juramento, como si algo detuviera. Una vez que repitió la letanía: “juro ser leal a la fábrica…” comenzó a trabajar. Ya era parte de esta cofradía. Qué estarán tramando. Además de telas. De esta manera comenzó su primer día de trabajo. Para Aurelia no tuvo mucha importancia y tampoco sabe de quién era el cráneo.
De vuelta a la casa
Otra vez el barco a punto de zarpar, el aviso de que la jornada terminó. Aurelia, Yolanda, Iris y el resto de sus colegas detienen sus máquinas y se dirigen a los casilleros. Las que viven lejos van a las duchas antes de ir a tomar la liebre. Las chiquillas de mezclilla terminan con el rostro y la ropa llenos de pelusa azul, como pitufinas. Yolanda se quita el delantal verde y se devuelve a casa con su vestido de percal y calcetas hasta la rodilla. Iris se sacude su ropa con una manguera sopladora que usan para limpiar. Salen del edificio, cruzan los jardines, ya atardecidos por la hora, atraviesan los rosales y salen por calle Centenario donde los obreros están siendo flanqueados por los vendedores de comida y artículos para el hogar. A lo lejos, se ve cómo los dos pinos de la fábrica, que miden unos diez metros, se están decorando para Navidad.
Apéndice: sesenta años después
Yolanda e Iris nos acompañan para tomar las fotografías de la alicaída fábrica que está en proceso de reutilización por parte del canal Chilevisión. Vamos por calle Centenario, nos dirigimos a la antigua entrada que cruzaron por más de cuarenta años. El Ingeniero en Prevención de Riesgos nos prohíbe la entrada. Iris se molesta y pregunta por su superior, en sus tiempos esa carrera ni existía. Sólo podemos ver por las rejas cómo decenas de constructores de casco amarillo restauran el edificio, con un ruido que ni se compara al de los telares furiosos. Nada qué hacer. Iris y Yolanda vuelven camino a su casa, a las mismas tres cuadras que distancian las ruinas de la Población Yarur. Yolanda va a comprar a la feria. Cuenta que sus ex colegas que encuentra por azar le dicen con lágrimas en los ojos cómo no le da pena ver la fábrica: los años desmantelados. Yolanda dice que no sabe, puede ser que la ha visto decaer durante toda su vida.